En estos tiempos de pandemia hay conceptos que se han ido interiorizando en nosotros (confinamiento, límite perimetral…) y que nos han conducido a una autolimitación (más allá de las prohibiciones) de nuestro espacio de movimientos y que muchas veces puede traducirse o expresarse del mismo modo en nuestra mente, bloqueando nuestro proyecto vital, nuestras expectativas, nuestro día a día.
A diario veo también, en mi trabajo como psiquiatra, personas limitadas por un espacio que no es físico, sino mental. Sin perspectivas, sin poder ir más allá… enclaustradas entre paredes imaginarias, “sin horizonte”. Todos hemos podido tener esa sensación en alguna ocasión, sea por el motivo que sea, tanto externo como interno.
El horizonte no existe como realidad física, es un concepto creado para nombrar una línea imaginaria que genera un límite real (“límite visual de la superficie terrestre, donde parecen juntarse el cielo y la tierra”, según la Rae). Esa evocación al lugar donde se juntan el cielo y la tierra es poética y muy sugerente, pero escuché o leí hace un tiempo (la memoria da para lo que da), otra definición: “el horizonte es el fin de la percepción y el principio de la intuición”. Intuición como modo de percepción y conocimiento directo e inmediato, que no precisa de la deducción o el razonamiento, o según H. Bergson (el conocido como “filósofo de la intuición”), en psicología puede aplicarse a la visión de la realidad psíquica… Si atendemos a la etimología: “mirar hacia dentro o contemplar”. El horizonte sería la línea a atravesar para mirar nuestro mundo interno, nuestro “paisaje interior”.
Procedo de un lugar, el País Vasco, donde el horizonte no se configura como una línea, sino que está difusamente dibujado por el verde de las montañas, el gris de las nubes (y las fábricas y edificios en el caso del barrio en que me crie) y la magia de los mitos ancestrales. Sin ser sólo una metáfora, únicamente se puede acceder a esa línea del horizonte a través del mar. Un mar que se abre al océano, tan bello como fuerte e indomable. El mar siempre marca y a la vez abre mi horizonte.
La fuerza de la materia y la creación y apertura a los espacios, junto a “lo profundo del aire” sobrecoge en la obra de un vasco universal, Chillida. Hay obras de arte que son como santuarios, y eso es lo que se puede sentir en su “Elogio del horizonte”. En palabras de D. García Bello en su post El Elogio del Horizonte de Chillida, un encuentro entre ciencia y arte: “Lo que Chillida consigue con el Elogio es la amplificación de la percepción de la realidad a través de la contemplación, de la combinación entre la percepción estática de uno mismo, la percepción dinámica del espacio, y el tiempo, armonizados por el sosiego del recogimiento.”
Ciencia y arte, encuentros necesarios. Arte como modo de conocimiento a través de la intuición, de aquello que sabemos sin poder (ni necesitar) explicarlo.
Mirar al horizonte es mirar hacia dentro de nosotros mismos; asumir la paradoja de que eso supone ir hacia fuera, más allá de nuestro espacio físico, cuando nuestros ojos se elevan intentando abarcar lo inabarcable. La paradoja de un horizonte que no se puede “perimetrar”. Mirarnos más allá de un espacio físico y de nuestras humanas limitaciones, amplificar la realidad y expandir esa mirada a las infinitas posibilidades que podemos intuir.